martes, 3 de noviembre de 2015

Una historia de amor y oscuridad - Amos Oz


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¿Qué es autobiográfico y qué es ficticio en mis relatos? Todo es autobiográfico: si alguna vez escribiera una historia de amor entre la Madre Teresa y Aba Eban, por supuesto sería autobiográfica, aunque no una confesión. Todas las historias que he escrito son autobiográficas, ninguna es una confesión. El mal lector siempre quiere saber, saber al instante «qué pasó realmente». Cuál es la historia que está detrás del relato, qué pasa, quién está en contra de quién, quién folló con quién realmente. «Profesor Nabokov», preguntó una vez una entrevistadora en directo en la televisión americana, «díganos, por favor, are you really so hooked on little girls?».

También yo consigo a veces que los ávidos entrevistadores me pregunten, aludiendo al «derecho del público a saber», si mi mujer fue el modelo para el personaje de Jana en Mi querido Mijael o si la cocina de mi casa está tan sucia como la de Fima en La tercera condición. Y a veces me dicen: «¿Podría decirnos quién es realmente la joven de El mismo mar? ¿No tendrá también usted por casualidad algún hijo que haya desaparecido durante un tiempo en Extremo Oriente? ¿Y qué hay en realidad detrás del lío que tienen Yoel y la vecina, Annemarie, en Conocer a una mujer? ¿Y podría decirnos, por favor, con sus palabras, de qué se trata Un descanso verdadero?».

En el fondo, ¿qué quieren esos impúdicos entrevistadores de Nabokov y de mí? ¿Qué quiere el mal lector, el lector perezoso, sociológico, cotilla y mirón?

En el peor de los casos, provistos de un par de esposas de plástico, se acercan a mí para arrebatarme el mensaje, vivo o muerto. Quieren la «última palabra». El «qué quería decir el poeta» quieren arrebatarme. Que les ponga en las manos «con mis palabras» el mensaje subversivo, la lección moral, los bienes inmuebles políticos, la «ideología». En lugar de una novela, sea tan amable de darles algo un poco más concreto, algo con los pies en la tierra, algo tangible, algo como «la ocupación corrompe», «el reloj de arena de las diferencias sociales tictaquea», «el amor triunfa», «las clases dirigentes son corruptas» o «las minorías están discriminadas». En resúmen: deles, metidas en bolsas de plástico de cadáveres, las vacas sagradas que degolló usted para ellos en su último libro. Gracias.

Y a veces renuncian también a las ideas y a las vacas sagradas y están dispuestos a conformarse con la «historia que hay detrás del relato». Quieren los chismorreos. Quieren husmear. Que se les diga lo que realmente te ha pasado en la vida y no lo que después has escrito sobre ello en tus libros. Que se les revele de una vez, sin eufemismos ni chorradas así, quién realmente lo hizo con quién, y cómo y cuántas veces. Eso es todo lo que quieren y con eso se quedan satisfechos. Dales Shakespeare enamorado, Thomas Mann rompiendo el silencio, Dalia Rabikovitch al desnudo, las confesiones de Saramago, la intensa vida amorosa de Lea Goldberg.

El mal lector me exige que le desmenuce el libro que he escrito; pretende que con mis propias manos tire mis uvas a la basura y le dé solo las pepitas.

El mal lector es una especie de amante psicópata que se abalanza sobre una mujer y le desgarra la ropa y, cuando ya está desnuda del todo, le arranca la piel, abre su carne con impaciencia, rompe el esqueleto y al final, cuando ya ha roído los huesos con sus ávidos dientes amarillos, solo entonces se queda satisfecho: ya está. Ahora estoy dentro del todo. He llegado.

¿Adónde ha llegado? De vuelta al viejo, trillado y banal esquema, al conjunto de estereotipos que, como todos, el mal lector conoce desde hace tiempo y por tanto se siente cómodo con ellos y solo con ellos: los personajes del libro no son más que el escritor en persona, o sus vecinos, y el escritor y sus vecinos, evidentemente, no son ningunos santos, al fin y al cabo son unos degenerados como todos nosotros. Cuando se llega hasta el hueso, se pone de manifiesto que «todos somos iguales». Y eso es precisamente lo que el mal lector busca con ansia (y encuentra) en cualquier libro.

Por otra parte, el mal lector, al igual que el impúdico entrevistador, se relaciona siempre con cierta desconfianza hostil, con cierta animadversión puritano-santona con la obra, con la creación, con los ardides y las exageraciones, con los rituales del cortejo, con la ambivalencia, la musicalidad y la musa, con la propia imaginación: estaría dispuesto a husmear a veces en una obra literaria compleja, pero solo con la condición de que se le asegurase de antemano la satisfacción «subversiva» que se encuentra en el degüelle de las vacas sagradas, o la satisfacción agrio-puritana a la que son adictos todos los consumidores de escándalos y «exhibicionismos» a la carta que ofrece la prensa amarilla.

Al mal lector le satisface la idea de que el gran Dostoievski en persona fuera sospechoso de una turbia tendencia a robar y asesinar a ancianas, o que William Faulkner estuviera implicado en alguna relación incestuosa, Nabokov mantuviera relaciones sexuales con menores, Kafka fuera sospechoso a los ojos de la policía (y no hay humo sin fuego), y A. B. Yehoshua quemara bosques del Keren Kayemet (hay humo y hay fuego), por no hablar de lo que Sófocles les hizo a su padre y a su madre, ¿cómo si no habría podido describirlo de una forma tan real?, más real incluso que la vida misma.

Solo de mí he sabido hablar.
Mi mundo es estrecho como el mundo de una hormiga...
También mi camino —como su camino hacia la cima—
es un camino de sufrimiento y esfuerzo,
una mano de gigante maligna y certera,
una mano burlona lo ha destruido.
Un antiguo alumno me presentó una vez un comentario a este poema:
Cuando la poetisa Rahel era pequeña le gustaba mucho trepar a los árboles pero, cada vez que empezaba a trepar, llegaba un forzudo y de un manotazo la mandaba de vuelta al suelo. Y por eso se sentía desgraciada.

Aquel que busca el corazón del relato en el espacio que está entre la obra y quien la ha escrito se equivoca: conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en el que está entre lo escrito y el lector.

No es que no haya nada que buscar entre el texto y el autor: hay lugar para una investigación biográfica y hay placer en el chismorreo, y tal vez el trabajo de campo biográfico en algunas obras literarias tenga un moderado valor de chismorreo. Tal vez no haya que menospreciar el chismorreo: es el pariente pobre de la literatura. Es cierto que la literatura normalmente no se digna a saludarlo por la calle, pero no hay que olvidar el parentesco que hay entre ellos, pues es un impulso eterno y universal husmear en los secretos del prójimo.

Quien no haya gozado nunca de los encantos del chismorreo que se levante y tire la primera piedra. Pero el placer del chismorreo es tan solo algodón de azúcar. El encanto del chismorreo está tan lejos del encanto de un buen libro como un refresco con colorantes del agua fresca y del loado vino.

Cuando era pequeño me llevaron dos o tres veces, para celebrar Pésaj o Año Nuevo, al estudio fotográfico de Edi Rogoznik, en la playa Bugrashov de Tel Aviv. En el estudio había un hombre musculoso, un gigante pintado y recortado en cartón cuya espalda estaba sujeta por dos postes, un diminuto bañador se ajustaba a sus lomos de toro, y tenía montañas de músculos y un formidable pecho velludo y bronceado. Ese gigante de cartón tenía un agujero en lugar de cara y detrás había un taburete con peldaños. Edi Rogoznik te mandaba que te pusieses detrás del héroe, que subieses dos peldaños del taburete, que sacaras tu pequeña cabeza hacia la cámara de fotos a través del agujero de la cabeza de ese Hércules, te pedía que no te movieses ni pestañeases, y apretaba el botón. Al cabo de diez días íbamos a por las fotos, en las que mi cara pequeña, pálida y seria se erguía sobre el cuello de toro lleno de marcados tendones, rodeada por los rizos de Sansón, unida a los hombros de Atlas, al pecho de Héctor, a los brazos de Coloso.

Pues bien, toda buena obra literaria nos invita de hecho a sacar la cabeza por alguna de las criaturas de Edi Rogoznik; en vez de intentar sacar por allí la cabeza del escritor, como hace el lector banal, tal vez convenga sacar la propia cabeza por el agujero y ver lo que pasa.

Es decir: el espacio que el buen lector prefiere labrar durante la lectura de una obra literaria no es el terreno que está entre lo escrito y el escritor sino el que está entre lo escrito y tú mismo. En vez de preguntar: «Cuando Dostoievski era estudiante, ¿de verdad asesinó y robó a ancianas viudas?», prueba tú, lector, a ponerte en el lugar de Raskolnikov para sentir en tus carnes el terror, la desesperación y la perniciosa miseria mezclada con arrogancia napoleónica, el delirio de grandeza, la fiebre del hambre, la soledad, el deseo, el cansancio y la añoranza de la muerte, para hacer una comparación (cuyo resultado se mantendrá en secreto) no entre el personaje del relato y los distintos escándalos en la vida del escritor, sino entre el personaje del relato y tu yo secreto, peligroso, desdichado, loco y criminal, esa terrible criatura que encierras siempre en lo más profundo de tu mazmorra más oscura para que nadie pueda adivinar jamás la esencia de tu existencia, ni tus padres, ni tus seres queridos, no sea que se aparten de ti con espanto igual que se huye ante un monstruo. Mira, cuando lees la historia de Raskolnikov, siempre que no seas un lector chismoso sino un buen lector, puedes interiorizar a ese Raskolnikov, introducirlo en tus sótanos, en tus oscuros laberintos, tras las rejas y en la mazmorra, para que se encuentre allí con tus monstruos más vergonzosos y abominables y podrás compararlos con los de Dostoievski; los monstruos de la vida cotidiana no los podrás comparar nunca con nada pues tú nunca se los mostrarás a ningún ser humano, ni siquiera en voz baja, en la cama, al oído de quien se acuesta contigo por las noches, no sea que en ese mismo instante coja la sábana espantado, se cubra con ella y huya de ti gritando de terror.

Así podría Raskolnikov endulzar algo la vergüenza y la soledad de la mazmorra a la que todos nos esforzamos en condenar a nuestro prisionero interior de por vida. Así los libros podrían apiadarse de ti por la tragedia de tus abominables secretos: no solo de ti, amigo mío, quizá todos seamos un poco como tú: nadie es una isla, pero todos somos media isla, una península rodeada casi por todas partes de agua negra y, a pesar de todo, unida a otras penínsulas. Rico Danon, por ejemplo, en el libro El mismo mar, piensa en el misterioso hombre de las nieves de las montañas del Himalaya:

Todo aquel nacido de mujer lleva sobre sus hombros a sus padres. No sobre sus hombros. En su interior. Durante toda su vida debe llevarlos, a ellos y a todo su cortejo, a sus padres, a los padres de sus padres, una muñeca rusa preñada hasta la última generación. Vaya a donde vaya lleva padres en sus entrañas cuando se acuesta lleva padres en sus entrañas cuando se levanta lleva padres en sus entrañas tanto si se aleja como si se queda donde está. Noche tras noche comparte su cama con su padre y su lecho con su madre hasta que le llega la hora.

Y tú, no preguntes: «¿Son hechos reales? ¿Es lo que le pasa al autor?». Pregúntate a ti mismo. Por tus propias circunstancias. Y la respuesta puedes guardártela para ti.

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